Prisionero de la Nostalgia
Lo que no se siente hasta el punto en que se derrama incontrolablemente, no se siente en verdad
A veces me siento preso de ella. Y me martillo como si resolviera algo, como si pusiera en moción el mundo. Mañana te levantarás lleno de energía vital, me dice, atino a responder solo con un: no recuerdo la última vez que lo hice.
«La vida me sabe a gris», una frase que me dije a mi mismo en uno de los episodios de tristeza existencial que más vívidamente recuerdo y que se ha quedado impregnada en mí como una suerte mala de eslogan. Hoy más que nunca, hoy igual que siempre, la contemplo como cierta. Y me reconforta tenerla, hacerla parte de mí, en mi soledad y en mi locura.
Aquí en donde solo existo yo, donde me aprecio y me odio, donde bailo con el azar de quien soy por azar, de quien soy porque sí. Sumergido en un nihilismo catastróficamente intrascendente como él solo. Me permito el lujo de escribir sobre mí con el pesar de un mártir, con la esperanza de obsequiarme un ápice de lástima propia, que me avergüenza admitir por miedo a lo que pueda pensar de mí quién lea esto, pero que me arrulla humildemente a pesar de ello.
Y admito que parecer patético me pesa, porque la superficialidad me preocupa y me consume como a nadie, incluso si intento aparentar lo contrario sin gran éxito. Yo, como un niño extraviado, vago rumbo a nadie, sin equipaje ni intención, armado apenas con la memoria de quién fui, ya borrosa de desgaste.
Si las palabras no lloran de mí, no las escribo; porque lo que no nace del llanto no debió hacerlo. Lo que no se siente hasta el punto en que se derrama incontrolablemente, no se siente en verdad.
La soledad fugaz, de la que ya he hablado antes, continúa maravillándome. Me siento maldito de Ciorán. Enfermo de Pizarnik. Ebrio de mí. Hastío y culpa. Te deseo aburrimiento; Oh, ¡cómo te deseo! Si no es evidente de mis palabras, si no se traduce por inercia de mi lamento, si no te satisface mi oda, mi anti oda. Te odio pero te quiero conmigo. Poseerte en tu libertad como el amor de Simone y Jean-Paul, como una canción de cuna que reemplace mi pena por otra igual de amarga, igual de dulce.
El color se ha desvanecido, lavado está el prado de su hermosura por el manantial de mi voz, muda entre el tejido de todo lo que es. Allá en el horizonte veo a quienes no me ven y siento pesar y siento admiración. Por ellos. Mi regalo para ellos.
No me conozco sino así, pero me cubre una máscara de sonrisa, un disfraz de moda, un modulador de retórica y modestia. Doy sin recibir, como todo lo que es noble. Difícilmente me creo tal, simplemente expío mediante.
Insípido como el gris, por eso amargo por eso dulce. Porque uno u otro me son iguales, los veo, los leo; los pienso, los siento. Iguales. Me es igual el postre que la cerveza.
Parece que todo lo que escribo no termina por intención sino por falta de ella. Quizá es así como debe ser, o eso fue lo que entendí de Bukowski.