Amarga guerra. Acre odio.
El sabor de la guerra es amargo, se compara al peor ron de los obreros: fuerte, dulzón abrebocas, sabor victorioso; amargor, trago de mercurio una vez reposado.
El odio es un sabor astringente, tan caprichoso como incierto, secreto, íntimo. Es un sentimiento que Piotr sentía con frecuencia cada que su bota pisaba la calle; era una especie de odio irracional, aquel le carcomía hasta el último hueso sin saber muy bien por qué, pero de algo estaba seguro: odiaba a los alemanes. El sentimiento era ciertamente irracional pues nunca había visto a un alemán, al menos no a la cara; todo lo que sabía de la invasión, de la guerra, lo sabía gracias a la prensa y una ocasional conversación en el pub. Liverpool nunca fue un lugar colorido y nunca lo será, pero bien podría estar en las montañas viviendo en una casa de caramelo que el sentimiento no cambiaría: los días eran grises y simples, no por el afán y las caras largas propias de la Gran Bretaña, sino por los malditos alemanes, podía casi saborear su odio y jugar con el regusto en el paladar.
El sabor de la guerra es amargo, se compara al peor ron de los obreros: fuerte, dulzón abrebocas, sabor victorioso; amargor, trago de mercurio una vez reposado. 1941, año mefistofélico para Piotr, le había propiciado dulces fantasías inmiscuidas en su odio, nunca había sentido un particular afecto por los soviéticos, pero de repente quería ser uno, quería vestir el uniforme rojo, empuñar el subfusil y disponerse a matar. Pero, con todo, el nuevo año le había supuesto paz, o quizá una mera suspensión del ego; el sabor de la paz no sacia.
El Reich se desmoronaba lentamente, eso lo sabía él. La conversación en el pub; parvo interés merece oír de fondo a ancianos teorizando sobre cómo ganar la guerra ¡cobardes! Sabrá acaso un soviético ganar guerras, no un borracho inglés, pensaba para sus adentros. Terminó el ron y se echó a la calle. Regresó al apartamento de herencia de su tío. Piotr tenía aun el ritual de revisar la correspondencia, no fuera que imprevisto apareciera una carta y la omitiera, pero no había tenido éxito. Hasta hoy. Al revisar el buzón se quedó mirándole, no era que adivinara por fin una carta en él, sino que estaba tan vacío como siempre. Alemanes, cuánta acritud, pensó. Entró en el bloque y resbaló ligeramente tras el portal, bajo sus pies yacía un sobre algo maltratado, empero aun cerrado, evento que por sí solo pareció aderezar delicadamente el día. Fuera por reflejo o por necesidad, tomó posesión del sobre y se encerró en el apartamento. Oculto aguardaba un manuscrito en polaco, sabía él solo ser el único polaco que viviera en ese bloque ¿a quién más podría estar dirigida?
Mamá,
El frío ha congelado el combustible de estos malditos trastes, lo he visto llevarse a los hombres en silencio, abrazarlos. No se nos permite retirarnos, quien huye muere de frío o a manos de sus colegas, no hay qué comer más que carroña. La piel de los nudillos, los bordes de la boca se han desprendido, los dedos de los pies se han podrido por la gangrena. Es el fin. No pude volver. Me habrían matado antes de lograrlo. Los soviéticos me odian tanto como tú y los demás polacos, soy un puto nazi. No estoy aquí porque ame Alemania, no sé por qué estoy aquí, todo pasó tan rápido. Espero que mi carne se pudra rápido y que no sirva de alimento a nadie, que mi cadáver no perpetúe la guerra un minuto más. Lo siento, Otto
De repente no hubo más astringencia, la lengua no estaba amarrada por ningún sabor a odio. Sal de lágrimas. Dulce caricia de su madre. Otto saboreó una palmada en el mentón.
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